Relato de un Consiliario de mes

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Realmente no lo entendía. Qué razón había para que la Caridad me hubiese hecho Consiliario de mes. Sólo llevaba un año en la Hermandad y desconocía casi todo. No sólo no lo comprendía, tampoco lo deseaba. Sabía que iba a tener que repartir mi escaso tiempo, que me iba a encontrar con obligaciones que me incomodaban y que me superaban. Pasó el mes, y cambié de opinión.

El oficio, no niego que me resultó sacrificado, pero, sobre todo, fue enriquecedor. Ahora me parece una suerte que cualquier hermano sirva a la Hermandad y con ella a sus dueños, siendo consiliario. La vida, en cualquier ámbito, obliga a superar la ley de la inercia que nos rige, para que superando nuestro reposo, atravesemos nuevos caminos. Así fue aquí. Gracias a este servicio, tuve la oportunidad de iniciarme en lo que es la Hermandad y en conocer a quienes la habitan.

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Y como todo en la vida, lo mejor no somos nosotros, son los demás que te acompañan: los amos de esta casa, los hermanos, el personal de servicio. Ellos han sido mis maestros. Recibí de ellos todo lo que necesitaba y contemplé con admiración su capacidad de dar, Porque hay personas admirables en esta casa, que realmente siguen a Cristo y se regalan sin medida. Y en el milagro del dar, a los tibios como yo, como la mayoría, se nos abren las persianas que ocultan la Luz que nos habita y se hace posible que la Hermandad de la Caridad sea una fraternidad. Y realmente lo es. Porque eso es una gran verdad, servimos en compañía, no solos; y por ello, alcanzamos más allá de nuestras fuerzas y de nuestros ánimos.

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Para terminar, querría hablar de una mirada. El último día de mi mes, por la tarde, acompañé a un acogido al hospital. Fueren cuatro horas aburridas pero compartidas entre él y yo. Cerca de las doce, justo cuando acababa mi mes, volvimos a la Caridad. Varias veces lo he vuelto a ver y hay algo que me sorprende. Me mira como solo me han mirado mis hijos cuando eran pequeños. Sé que no lo merezco, solo fui porque no tuve más remedio, y, por ello, pienso que él recibió algo que yo no di sino que lo dio Otro, y que yo lo cobro por aquello del pago del setenta veces siete que transformó mi pequeño deber en algo que llamamos Amor. Esa es la paga del dar.

Pasado los días, la  ley de la inercia es implacable, y uno vuelve a sus hábitos. No es posible moverse solo. Esperemos que el Otro me levante y me guíe. Así sea.

 

Un consiliario